Cuando miraba por la ventanilla lo único que veía eran a los pájaros atacar a los coches estacionados. Muchas veces las gotas de afuera salpicaban adentro y llenaban a los pasajeros de sangre, pero como era costumbre todos llevaban en sus bolsillos pañuelos descartables para secarse el sudor y todo lo demás. Los pasajes capicúas se acumulaban en las esquinas invitando a los chicos a saltar encima y a las chicas a jugar a los sorteos de Susana Giménez, que en paz descanse.
Mi abuela paseaba en la calle con su bolsa de supermercado media llena con un bizcochuelo de manzana. No podía creer todo lo que veía, la gente apelmazada arriba de descuentos, palabras en mayúsculas y las brújulas siempre hacia el sur. Llegó hasta la esquina, miró hacia los dos lados y esperó; yo estaba por llegar, pero me había atrasado un poco. Un señor le ofreció un vaso de agua mientras esperaba, pero ella con el boleto de colectivo doblado al medio entre su anillo de casamiento y el dedo, dijo que no. Suspiró profundamente y empezó a transpirar al mismo tiempo que se acomodaba los anteojos un poco para arriba.
Todo lo que quería era volver a verme y escucharme como la última noche en que nos vimos. Pero si hacía falta, se iba a sentar a tomar un café con edulcorante, y mejor que antes, iba a esperarme los años que fueran necesarios.
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1 comentario:
Texto tierno de imágenes y una abuela que transpira horas y hornea el cariño.
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