Estaban viniendo a matarme y yo en mi casa esperaba el encuentro para nada tranquila. Quería irme, pero no podía, no tenía el derecho de salir corriendo necesitaba morirme o salvarme.
Estaba en la cocina de casa, sabía que alguien venía a matarme, mi mamá me lo había advertido, me dijo que él llegaba entre las 5.30 y las 7 de la tarde. Fue la hora y media que más me avejentó en toda mi vida. Cada minuto se estiraba tanto que volvía a repetirse y hasta mis nervios querían escaparse.
Buscaba armas, medios para defenderme, pero nada me bastaba, en ese momento nada te saca esa adrenalina negativa que no hace más que pasar los límites de velocidad en tu sangre.
Yo no dejaba de mirar por la ventana esperando a ver a la persona que quería pegarme un tiro, ahorcarme, ahogarme, lastimarme.
Escuchaba detrás de la puerta y el ascensor me ponía nerviosa. Improvisaba con unos palos que milagrosamente encontré detrás de un sillón, pero mi cabeza no podía controlar a mi cuerpo y era realmente mala golpeando. El reloj no avanzaba, nadie venía, nada pasaba afuera y adentro estaba yo encerrada en mi propio miedo, ensayando el 911 para que vengan a ayudarme.
A las 7 menos dos minutos abrí la puerta con la respiración más tranquila pensando que ya todo había pasado y no había sido más que el mayor susto de mi vida. Pero lo ví. Bajaba del ascensor muy tranquilo y me miró como si viniera a tomar mate con bizcochos. Cerré la puerta con escándalo y corrí a buscar el palo, lo esperé cerca de la puerta en posición de defensa. La abrió, me dijo “hola” y empezó a caminar hacía mí con las manos vacías. Yo sabía que no me iba a ir bien, tenía todo para perder.
Seguía caminando y llegó hasta un metro mío, pero cual encanto de la Cenicienta que termina a las 12, desapareció en el aire dejando un pequeño rastro de humo, miré el reloj y eran las 7:01. Me quedé quieta sin creer lo que me había pasado, estaba viva, había pasado la hora crítica y me salvé porque él llegó tarde a matarme.
lunes
martes
La venganza del cartero
Un día sentí un golpe muy fuerte en la puerta de mi casa. No tocaron el timbre, ni tampoco se quedó nadie parado esperando pasar. La mirilla no me mostraba nada. Había un pasillo con dos puertas, en una colgaba un adorno de navidad viejo que llamaba la atención al 5 de marzo. La otra puerta estaba de costado y solo veía el marco despintado.
Busqué mis llaves y abrí. Al instante me cayeron en los pies cientos de cartas que nunca me habían llegado.
Todas con diferentes remitentes y todas dirigidas a la misma persona, a mí.
Muchos sobres, algunas revistas, ninguna cuenta sin pagar. Todos eran papeles que podrían haber cambiado las acciones importantes de mi vida. Eran consejos sin escuchar, palabras justas para decir, gestos por hacer y sobre todo, decisiones acertadas.
Era peor que el ántrax. Era el peor de los venenos químicos o biológicos o del que quieran, era el propio veneno de la frustración, el ácido que el propio cuerpo produce cuando el enojo empieza a subir y la impotencia se queda pegada a la piel. Me pasé un día entero leyendo, llorando y pensando todo lo que hice desde 2005 hasta ahora.
Todo eso que no hice estaba tocándome la puerta, de repente, sin aire y con la convicción de amargarme.
No sé si es que el destino tocó mi puerta un poco tarde y de golpe, o si tengo un cartero que me odia. Lo que sé es que más de mil cartas se atropellaron en mi departamento 13 y las leí a todas, una por una.
Me intriga saber donde estuvieron todo este tiempo, macerándose para que yo las lea en el momento justo, aunque ese momento fuera varios años más tarde.
Las voy a contestar, después de tanto pensar todo merece mi festejo. Así que la respuesta va a ser organizar una fiesta por todas a las que falté durante este tiempo.
Busqué mis llaves y abrí. Al instante me cayeron en los pies cientos de cartas que nunca me habían llegado.
Todas con diferentes remitentes y todas dirigidas a la misma persona, a mí.
Muchos sobres, algunas revistas, ninguna cuenta sin pagar. Todos eran papeles que podrían haber cambiado las acciones importantes de mi vida. Eran consejos sin escuchar, palabras justas para decir, gestos por hacer y sobre todo, decisiones acertadas.
Era peor que el ántrax. Era el peor de los venenos químicos o biológicos o del que quieran, era el propio veneno de la frustración, el ácido que el propio cuerpo produce cuando el enojo empieza a subir y la impotencia se queda pegada a la piel. Me pasé un día entero leyendo, llorando y pensando todo lo que hice desde 2005 hasta ahora.
Todo eso que no hice estaba tocándome la puerta, de repente, sin aire y con la convicción de amargarme.
No sé si es que el destino tocó mi puerta un poco tarde y de golpe, o si tengo un cartero que me odia. Lo que sé es que más de mil cartas se atropellaron en mi departamento 13 y las leí a todas, una por una.
Me intriga saber donde estuvieron todo este tiempo, macerándose para que yo las lea en el momento justo, aunque ese momento fuera varios años más tarde.
Las voy a contestar, después de tanto pensar todo merece mi festejo. Así que la respuesta va a ser organizar una fiesta por todas a las que falté durante este tiempo.
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