miércoles

Lo que hace una alegría

Emilio dio vuelta la esquina de Defensa y se encontró con alguien. Alguien lo saludó, él no recordó quién era, pero le devolvió el saludo con una leve sonrisa y un adiós.
Entró a un antiguo conventillo convertido en museo de antigüedades y compró cosas viejas como nunca hacía. Disfrutaba salir a caminar sin rumbo, mirando hacia el cielo y el piso esquivando restos de cosas. Caminar abriendo su mente y cerrándose a su mundo, pensando sin pensar en nada y dejando que las ideas revolucionen sus neuronas de cristal en pos del capitalismo publicitario. En ese momento prefería dejar que los pies piensen por la cabeza.
Emilio compró una cajita de madera muy parecida a una que había visto en lo de su abuela tratando de obtener un recuerdo a la fuerza.
Sacó su billetera y se le cayó un papel. Sin darle mayor importancia, lo sostuvo en la mano mientras pagaba y cuando se fue caminando lo leyó. No era su letra, no recordaba quien se lo había dado, ni tampoco a nadie con el nombre escrito, “Gastón”.
En la calle Perú esperó el 24 bastante tiempo y se entretuvo siguiendo el recorrido que hacía una hormiga cargando una hoja. Mucho antes de que la hormiga llegara al cordón de la vereda, un auto pasó y de adentro un hombre de barba descuidada sacó su brazo derecho saludándolo con un gesto efusivo.

En el colectivo soñó con reverencias y saludos de cortesía, con sombreros que se separaban de la cabeza automáticamente cada vez que aparecía una señorita en escena. Soñó que él robaba la caja de su abuela, y después salía corriendo a atrapar al ladrón mientras una sombra seguía cada uno de sus pasos.
Llegó a su casa, y junto con el boleto de colectivo sacó un par de papeles con nombres desconocidos para él.
Miró el noticiero y sintió que dentro de una manifestación en plaza de Mayo un par de señoras con rulos y tinturas pasadas de moda lo saludaban y modulaban su nombre.
- “Creo que me voy a dormir.”
Despertó y volvió a entre dormirse varias veces hasta que su reloj interno le dijo que era tarde, que para soñar tenía todo el día.

Saliendo de su casa lo saludó el sodero y por dejarle la puerta abierta se chocó con una chica que sorpresivamente lo saludó con un beso en la mejilla y un “¿cómo estás?”. Emilio estaba convencido de que nunca en su vida la había visto, no era vecina porque el portero no la conocía. Lo saludó y se fue, así como se fue toda la rutina que ese día podía tener.

Un chico de gorra lo saluda; una señora con aspecto de vecina le dirige sus chusmerios; una chica bastante bonita lo mira tímidamente y le dedica un “chau”; un nene tímidamente le dice hola; una madre con un carrito y dos bebés le dice qué tal como anda; un viejito, buenos días; su cabeza explota y le dice, hasta pronto.
Papeles, más papeles, sus bolsillos se llenan de notas, de nombres, de gente que nunca había visto y de demasiadas incertidumbres.
Infinidad de papeles se fueron acumulando en cada rincón de su casa, y Emilio los leía sólo una vez. Con una lectura lenta de esos ojos asombrados, alguien se aseguraba vivir más años del que en verdad le correspondían.
Miles de desconocidos respiraron por un momento el mismo aire que Emilio y en cada bocanada se respiraba un poco de futuro.

Emilio se preguntaba porqué desconocía a tanta gente, porqué todo el mundo quería saludarlo hasta que por fin se lo preguntó a un nene que pasaba por ahí. Con la respuesta más sincera de todas, el nene le dijo: “Cómo no te voy a saludar si vos todavía tenés una sonrisa en la cara.”.