domingo

Nariz de sendas

Una mañana Buenos Aires amaneció sin sendas peatonales. Todas las calles perecían en el negro pavimento sin una mísera gota de brillo. La gente desesperada se apiñaba en las esquinas sin poder cruzar, desorbitados, algunos inquietos, iban de esquina a esquina buscando alguna línea blanca por donde cruzar, pero sin poder lograrlo daban continuas vueltas de manzana hasta llegar al punto 11 de mareo en donde comenzaban a vomitar todo su desayuno bajo en calorías. Las únicas personas que podían pisar la calle eran los sorprendidos policías que para no recibir los improperios de la multitud hacían que trabajaban cuidando el tránsito.
La presidenta de la Nación Argentina se levantó de su mullido colchón de plumas hecho a medida: en vez de sacarle la sangre, por las noches le inyecta sangre fresca de niños para mantener su imagen de colágeno natural. Llegaba tarde a una reunión con la gente del campo, pero no lo importó, antes se hizo las manos. Salió de Olivos en su auto y los vidrios polarizados no la dejaron ver el cambio en la ciudad.
Las calles ardían en insultos, los canales de televisión reproducían las imágenes y ciertos periodistas creaban hipótesis al ver a la gente caminando en círculos: la mayoría coincidía en que la fuerza de los caminantes en círculo podría cambiar la rotación de la tierra. Caos, miedo, risa.
Los trajes negros, marrones y marroncitos seguían estrellándose entre sí al llegar a las esquinas y las polleras negras, bancas y cremitas sufrían intensas arrugas desde cualquier lugar en donde se las mirase. Los niños felices saltaban en sus camas festejando la ausencia de clases, aunque los más nerds lamentando el hecho decidieron ser, por ese día, autodidactas.
Las varices de la gente (sobre todo de las mujeres) explotaban de cansancio y la multitud quiso sentarse. No pudo gracias a la increíble responsabilidad de los porteros; las veredas estaban empapadas de agua, lavandina y, en algunos casos, Glo-cot .


El auto presidencial pasó perturbando la avenida Libertador casi a las 11 de la mañana. En ese mismo momento en Corrientes y Medrano la gente enloqueció. Mareada de tanto dar vueltas, con el estómago vacío por vomitar, o directamente por no haber desayunado, sin saber lo que sucedía encontraron una desesperada solución. Primero fue un hombre joven, luego tres, más tarde una chica en jeans y después, todos los que pudieron. Cuando el semáforo cambiaba a verde la gente se tiraba arriba de los autos colgándose de donde podía. Algunos terminaron muy lejos de donde pensaban ir, pero no les importó, sólo querían moverse. Con este nuevo caos más problemas se generaron, ahora muchos conductores no podían ver hacia donde iban porque estaban tapados por brazos, maletines o cuerpos enteros de la gente que no podía cruzar la calle. Choques, gritos, un médico en esta esquina, por favor.

Las sendas peatonales seguían sin aparecer y nadie sabía a donde habían ido, o quien las había borrado, o quién se las había aspirado. En la tarde se afianzó el caos más perfecto, en algunas esquinas los intensos choques habían dejado varios autos cruzados que hacían a la vez de puentes entre esquina y esquina, en esos lugares el tránsito peatonal comenzó a movilizarse con cierta tranquilidad. Para muchos, ya era hora de volver a casa y como sólo llegaron hasta la esquina, la vuelta fue bastante más rápida que de costumbre.
Luna, noche, calma. Amanecer, porteros, ¿qué pasó?

Las calles de la ciudad amanecieron tal cual las habían dejado la noche anterior: coches atravesados, y sin sendas peatonales. Al parecer, otro día de caos se estrenaba en Buenos Aires.
El jefe de gobierno de la city porteña puso en marcha el plan X, guardado para las próximas inundaciones. 11 camionetas recorrieron la ciudad instalando puentes colgantes provisorios para evitar los embotellamientos peatonales y los accidentes producto de la desesperación. El plan no estuvo tan mal, excepto por un detalle: sólo el 11% de los porteños no le tiene miedo a las alturas, el resto alguna vez se psicoanalizó para vencer este tipo de pánico.
Cual alumnos de preescolar cruzando la calle, los aún más desesperados peatones caminaban en el puente con una soga llena de nudos, y al llegar al otro lado, eran recibidos por un agente de la guardia urbana con estudios en psicología y un vaso de agua. En cambio, en las avenidas, se iniciaban cada 11 minutos, sesiones de terapia de grupo dictadas por un psicólogo de verdad.
Los pocos radiotaxis funcionando en la ciudad cobraban fortunas por la alta demanda, sobre todo por la noche cuando la gente volvía con la luna llena de alcohol.
En los barrios con más cuentas bancarias empezaron a proliferar los helicópteros y aviones privados que iban de empresa a empresa llevando a gerentes, directores y personas con miedo a perderlo todo por alguna nueva ley. Todo fue bastante desastroso porque algunos helicópteros aterrizaban en la vía pública llevándose por delante todos los cables de luz, teléfono y así, sólo el 11 porciento de la población conservó la luz.
Fuerte aumento de las ventas de velas. Parafina. Feliz cumpleaños.

“Todo puede estar peor”, dijo un vecino en una reunión de consorcio; nadie le creyó porque siempre apostaba al 11 y jamás ese número salió en ninguna quiniela. Además, era bastante chismoso y entrometido en lo ajeno.

La ciudad pasó unos días más en el caos total al que ya le había tomado cariño. Pero una mañana rara y blanca amaneció por el este, y de sorpresa, como cuando la luz vuelve después de unos minutos sin corriente, las sendas peatonales volvieron a la ciudad, resplandecientes y nuevas. Con cada rayo de sol, se pintaban más blancas, brillantes y paz.
Ahora todos sabían qué hacer; despertaron de un profundo trance de incertidumbre como si Tusam hubiera experimentado durante días con toda la ciudad. Pero Tusam está muerto.

Sin declaraciones las sendas volvieron, cuentan por ahí que alguien se las aspiró, pero fue demasiado barniz. El mito ahora busca un responsable.
El identikit de esa persona dice que lleva la cabeza pesada y gacha, que está lleno de ojeras casi tan grandes como su nariz del tamaño de un A3 y que puede estar escondido en alguna papelera. Los patrulleros van hacia Botnia.

1 comentario:

ciscópata dijo...

wow 11 puntos. Me encantó, quedé pegado desde que desaparecieron las cebras. También resulta que soy fanático de las mismas, cada vez las respeto más como conductor tanto como peatón. Si alguien pisa la senda ya está en estado del baticano, santificado sea tu nombre. Amén siri.